¡Me niego a comer! Además ni hambre tengo. Estoy enojado, mi cabeza da vueltas, mi estomago esta rígido y tengo un nudo en la garganta. ¡Cómo pudieron hacerle esto! Es inhumano, deben estar enfermos. Míralos tan tranquilos tragando caldo y tortillas. No puedo ni mirar el cazón, no puedo ni mirarlos a los ojos, no puedo ni mirar los platos. No sé donde colgar mis ojitos, han visto tanto hoy que están cansados de ver y llorar. Ojala pudiera colgarlos en el tendedero, pero no en el de sangre, sino en el de la ropa. A quien engaño ni siquiera puedo alcanzarlo, vaya no puedo ni alcanzar la mesa. ¡Cómo pudieron hacerme esto! "-Ándele mijo coma que se enfría." ¡Cómo se atreven, no tienen vergüenza!
Era mi mejor amigo, no lo entienden. Jugábamos juntos y corríamos por el patio. Yo lo cuidé con tanto esmero que conocía su mirada y su voz. Fue una amistad a primera vista. "Puedo llevarlo mamá, ¡Por favor!" En realidad nunca le agradó la idea a mi mamá. Quizás porque había demasiados en casa, quizás porque le recordaba que a la abuela le encantaba todo ser vivo que se moviera, quizás porque simplemente no le gustaban los animales. "-Pero se te va a morir bien pronto, mejor llévate un juguetito. Además hacen mucho reguero." "-Yo lo cuido... Ándale mamita, no seas malita" Con su cara mitad enojo, mitad ternura, sacó unas monedas y pago el importe del pequeño animal. No cabía en mi alegría. Sus ojitos cafés, su fragilidad, sus plumitas que parecían pelitos amarillos, sus patitas chiquititas. Me identificaba con él. Después de todo yo soy el más chico de mis hermanitos. Reparé en la cara de ternura de mi mamá cuando se dio cuenta que mis manos eran muy pequeñas para agarrarlo bien. Me acostumbre a alimentarlo, a ver por él y cuando creció se volvió un hermoso gallo blanco que debía dormir con las gallinas de mi tío. Pero eso si, todos los días lo sacaba del gallinero y en las noches lo correteaba para volverlo a meter. "-Agarra a ese animal que es tarde." ¡Vaya que era difícil!
Esa mañana fue diferente. Desperté y salí a buscarlo. En el piso vi un riachuelo espeso y de fuerte olor. Olía a sangre fresca. Seguí el rastro hasta su origen, un charco enorme de color carmesí que seguía su camino hasta la coladera. Espesas gotas de dolor caían desde el tendedero. Miré hacía arriba cubriendo mis ojos en parte por el sol matinal que me cegaba pero también para refugiarlos de la grotesca imagen que me esperaba. A contra luz solo se distinguían las plumas blancas manchadas por la sangre. Colgado boca abajo estaba el motivo de mis alegrías. De su pico chorreaba un hilito de sangre que formaba el horrendo charco sobre el cual estaba parado. El dolor fue enorme, indescriptible. Mis puños se cerraron por primera vez llenitos de furia. Estaba temblando de ira, resoplaba cual toro por la rabia. "-¡Qué te han hecho!"
"-Que. ¿No vas a comer?" Me miraban en parte apenados y enojados. "-Aquí no sobra la comida. A comer y a misa solo una vez se avisa." No entendían mi dolor. Él no era un ave cualquiera. Pensé mil cosas. Era como un hijo para mí, mi cómplice, mi responsabilidad, mi espejo, mi amigo. La furia me movió un resorte interno. Me paré de la mesa, con los puños cerrados y los dientes apretados. "-¡Prefiero morir de hambre antes que comerme a un amigo!"
Era mi mejor amigo, no lo entienden. Jugábamos juntos y corríamos por el patio. Yo lo cuidé con tanto esmero que conocía su mirada y su voz. Fue una amistad a primera vista. "Puedo llevarlo mamá, ¡Por favor!" En realidad nunca le agradó la idea a mi mamá. Quizás porque había demasiados en casa, quizás porque le recordaba que a la abuela le encantaba todo ser vivo que se moviera, quizás porque simplemente no le gustaban los animales. "-Pero se te va a morir bien pronto, mejor llévate un juguetito. Además hacen mucho reguero." "-Yo lo cuido... Ándale mamita, no seas malita" Con su cara mitad enojo, mitad ternura, sacó unas monedas y pago el importe del pequeño animal. No cabía en mi alegría. Sus ojitos cafés, su fragilidad, sus plumitas que parecían pelitos amarillos, sus patitas chiquititas. Me identificaba con él. Después de todo yo soy el más chico de mis hermanitos. Reparé en la cara de ternura de mi mamá cuando se dio cuenta que mis manos eran muy pequeñas para agarrarlo bien. Me acostumbre a alimentarlo, a ver por él y cuando creció se volvió un hermoso gallo blanco que debía dormir con las gallinas de mi tío. Pero eso si, todos los días lo sacaba del gallinero y en las noches lo correteaba para volverlo a meter. "-Agarra a ese animal que es tarde." ¡Vaya que era difícil!
Esa mañana fue diferente. Desperté y salí a buscarlo. En el piso vi un riachuelo espeso y de fuerte olor. Olía a sangre fresca. Seguí el rastro hasta su origen, un charco enorme de color carmesí que seguía su camino hasta la coladera. Espesas gotas de dolor caían desde el tendedero. Miré hacía arriba cubriendo mis ojos en parte por el sol matinal que me cegaba pero también para refugiarlos de la grotesca imagen que me esperaba. A contra luz solo se distinguían las plumas blancas manchadas por la sangre. Colgado boca abajo estaba el motivo de mis alegrías. De su pico chorreaba un hilito de sangre que formaba el horrendo charco sobre el cual estaba parado. El dolor fue enorme, indescriptible. Mis puños se cerraron por primera vez llenitos de furia. Estaba temblando de ira, resoplaba cual toro por la rabia. "-¡Qué te han hecho!"
"-Que. ¿No vas a comer?" Me miraban en parte apenados y enojados. "-Aquí no sobra la comida. A comer y a misa solo una vez se avisa." No entendían mi dolor. Él no era un ave cualquiera. Pensé mil cosas. Era como un hijo para mí, mi cómplice, mi responsabilidad, mi espejo, mi amigo. La furia me movió un resorte interno. Me paré de la mesa, con los puños cerrados y los dientes apretados. "-¡Prefiero morir de hambre antes que comerme a un amigo!"